La Zarza (Valladolid)
Hoy, harto de Coronavirus, de los políticos, de la cuarentena…; perdida la fe humana y convencido de que esto, mal que bien, si funciona lo hace por milagro;y avergonzado de mi condición de español, viendo la actitud borreguil de nuestro paisanaje, creo conveniente dedicar, si os parece, un rato de nuestro tiempo a un tema jocoso, hilarante, que quiere ser homenaje a mis colegas dentistas, a esos que con atinado acierto bautizó, el colega Franciscus, como Atorrantes. La carcajada es a mi parecer algo muy necesario en estos tiempos de tristeza que nos está tocando vivir.
A mediados de la centuria pasada había en Medina del Campo tan sólo tres dentistas (hoy se disputan los pacientes al menos una docena): Don Arturo, don Tomàs y don Virgilio. De los tres el que gozaba de mayor popularidad era este último.
Don Virgilio era un personaje pintoresco, estrambótico, de esos que hoy los snobs llamarían
“friqui” y yo simplemente personaje. Un personaje de época, en un escenario muy especial, con caracteres muy defi nidos; la Medina militar, ferroviaria, agrícola y ganadera, que despertaba lentamente, con pereza, de la pesadilla de una guerra civil.
Natural de Béjar, en la vecina Salamanca, don Virgilio estudió Medicina en la Universidad de la capital de su provincia y, a decir del progenitor de quien esto escribe, a la sazón compañero de estudios en la misma Facultad, era el susodicho un joven bien parecido, incluso elegante y de inteligencia más que mediana. No alcanzo a saber la razón por la cual este buen estudiante terminara eligiendo la plaza de Medina para el desenvolvimiento de su
recién estrenada especialidad. Lo cierto es que don Virgilio, como digo, vino a ser el dentista por antonomasia de Medina y su comarca durante más de medio siglo…
Y de aquel joven inteligente y apuesto, en poco tiempo no quedaba más que su esbelta planta, mal vestida y siempre sucia. Mal casado, se cuenta que en su casa nunca se limpiaba, jamás se cocinaba, amén de no lavarse ni plancharse nada que estuviese destinado a ser mostrado como blanco. En su casa siempre se tomaba comida traída de fuera…; y se decía que para mudarse, don Virgilio tenía que estrenar; cuando pasado un tiempo, no corto, comprendía que su camisa, sus calcetines, sus calzoncillos y demás prendas menores alcanzaban un estado inconfortable (no digo sucio, orden este mucho tiempo antes alcanzado), el buen dentista bajaba a la tienda de ropa que había debajo de la casa en que vivía y se pertrechaba con una unidad de cada prenda necesitada.
Empedernido fumador, de aquel tabaco picado, que para ser quemado era preciso liar, en poco tiempo el deterioro y el camino hacia el trapero de la camisa recién estrenada, se iniciaba recibiendo los impactos en perdigonada del alegre chisporroteo de su deforme cigarro; y sus descuidadas manos “aliviaban” de amarillo nicotina, el luto de sus aguileñas uñas. La consulta que, indudablemente alguna vez tuvo que ser nueva, por falta de limpieza, por el mucho uso y hasta por el abuso de sus muchos pacientes-clientes, cuando yo la conocí, acompañando a mi padre en visita a su amigo Virgilio, era una zahúrda en cuya sala de espera, con las paredes desconchadas, aparecían todo tipo de inscripciones y en ellas, dentista y clientes se enviaban todo tipo de descalificadores mensajes: “don Virgilio es un guarro”, decía uno. “Y tu un cabrón”, por el mismo medio gráfico contestaba el dentista. “Aquí se sacó una muela fulano en tal fecha”… etc.
Las cortinas de las ventanas estaban desgarradas y, a duras penas, prendidas de la barra por alguna residual arandela. En los sillones, apenas dejaban espacio donde el paciente, encogido, pudiera reposar, los muelles que, por aquí y por allá, asomaban en las más variadas y grotescas posiciones, como si acabaran de salir, por voluntad propia, de alguna de aquellas típicas cajas sorpresa en que habían permanecido comprimidos y quisieran participar, aportando un aire cómico a aquella escena de naturaleza más bien trágica, que, al decir de muchos, todavía podía animarse, a poco silencio que hubiese, con la aparición exploradora de algún osado ratoncillo doméstico, más en busca de distracción que infrecuente comida.
En la clínica, actuaba don Virgilio disfrazado de dentista, con una bata gris, por lo sucia, a la que no faltaban, como es natural, pintas de sangre, de mayor o menor tamaño, en distintos estadios de oxidación, procedentes de las sucesivas fuentes de contaminación humanas. En la pila había un solo vaso y ambos recipientes, pila y vaso, estaban ribeteados por los restos humorales de muchos pacientes anteriores.
Fumador impenitente, no se sabe bien si don Virgilio trabajaba fumando o más bien fumaba trabajando; lo cierto es que un nuevo aporte de suciedad y de contaminación, nevaba sobre el para entonces indefenso paciente, pues, cuando resignado se sentaba en aquel inhóspito sillón, esperando lo peor, recibía sobre su encogida anatomía, la ceniza de una abandonada “pava” de cigarro, que pendía, indistintamente de cualquiera de las dos comisuras, de un labio mal afeitado, que por la práctica de tantos años soportando el cigarro, había adquirido hábitos prensiles.
A pesar de todo, cuando los pacientes salían aliviados del dolor que les llevara a aquella tan pintoresca clínica se deshacían en elogios, exaltando la “calidad” de las manos de aquel típico “sacamuelas”. Si alguno dudara de la veracidad de lo que aquí se cuenta, testigos tengo que no me dejarán por mentiroso. Un abrazo y buena espera.