
En el ámbito de las ciencias de la salud, algunos debates reaparecen de forma cíclica, pese a los intentos reiterados por cerrarlos. Uno de ellos es el relativo a la formación de los odontólogos: si debiera recuperarse el modelo de estomatología —con base médica— o si bastase con revisar y ampliar los contenidos del actual grado en Odontología. Este último enfoque, desde una perspectiva académica, se presenta sin duda como el más viable.
En los últimos años han aumentado las publicaciones que relacionan la salud bucal con diversas patologías sistémicas, presentando estos hallazgos como innovadores. Sin embargo, la interdependencia entre salud oral y salud general no constituye un descubrimiento reciente. Lo que sí ha cambiado son las herramientas diagnósticas y la sensibilidad metodológica que permiten respaldar estas conexiones con mayor solidez científica. Una relación conocida desde hace décadas se reviste hoy de novedad gracias al soporte tecnológico, más que por el concepto en sí.
Pero entre tantos debates, hay uno que me produce especial desconcierto: escuchar a colegas médicos afirmar que “en Medicina no nos enseñaron nada de la boca”. Siempre me pregunto dónde estudiaron.
Es cierto que la formación médica tradicional dedica un espacio limitado a la dentición en sentido estricto: número de dientes, morfología elemental y cronología eruptiva. No obstante, la anatomía de los maxilares, de la articulación temporomandibular y de los tejidos blandos de la cavidad oral, así como de la región faríngea y las glándulas salivares, se ha impartido históricamente con un nivel de detalle equiparable al de otras estructuras anatómicas. En épocas no tan lejanas —cuando tratados como los de Rouvière o Testut constituían el canon académico— estas materias se estudiaban de forma exhaustiva.
Asimismo, la práctica clínica clásica situaba la exploración de la cavidad bucal como un paso inicial en la valoración del paciente. La instrucción de solicitar al paciente que “saque la lengua” era parte esencial del método clínico, especialmente antes de la incorporación de técnicas de imagen avanzadas. La observación de la lengua y del estado de las mucosas constituía una guía diagnóstica elemental y, en muchos casos, determinante.
Por ello, presentar la relación entre signos orales y patologías sistémicas como un hallazgo reciente comporta un riesgo epistemológico: el de confundir la actualización tecnológica con la generación de un conocimiento completamente nuevo. La historia de la medicina demuestra que muchos de los fundamentos del diagnóstico clínico se encuentran en prácticas consolidadas que hoy, paradójicamente, parecen olvidadas.
Revisar la historia de la disciplina no solo ayuda a contextualizar nuestros avances, sino que también favorece una actitud profesional más humilde. Y la humildad —entendida como reconocimiento de los límites propios y respeto por el legado recibido de nuestros maestros— constituye, sin duda, un componente esencial de la buena praxis en cualquier profesión sanitaria.






