
Estomatólogo. Doctor en Medicina y Cirugía
Vivimos tiempos de una auténtica cruzada contra todo lo que huela a servicios privados ya sea en sanidad o en educación, que son pilares fundamentales del llamado Estado del Bienestar. Para quienes propugnan esta oposición, lo privado suena a facha (ese término que ya no se sabe bien qué describe), a injusto, a interesado, y lo que es más grave, a malo. Por oposición a sanidad o enseñanza públicas, a las privadas se le estigmatiza con la etiqueta de mala calidad, de negocios más interesados por el rendimiento económico que por la salud o la docencia. Para ellos, solo los servicios públicos son de calidad. Las manifestaciones del personal sanitario público suelen tener como lema “Por una sanidad de calidad y contra la privatización” como si la asistencia sanitaria provista por empresas privadas fuera, per se, de baja calidad. Pero, “como en botica”, hay de todo en uno y otro lado: buenos, malos y regulares. Las clínicas dentales son mayoritariamente pequeñas empresas privadas y proveen el 90 por ciento de la asistencia dental en España.
Hace unas semanas, el Ayuntamiento de una ciudad española gobernada por la izquierda radical, anunciaba que sus empleados públicos no tendrían permiso remunerado para ir al médico si acudían a un centro privado pero sí si lo hacían a uno público. Casi al mismo tiempo surgía la polémica sobre las universidades privadas y la necesidad de mejorar su regulación, acusando a éstas de dar mala enseñanza, de ser, en palabras textuales de un relevante político, un “sacaperras”. La enseñanza primaria y la secundaria concertadas, están también bajo el foco de estos posicionamientos ideológicos y se ven cada día más castigadas por su carácter de colegio privado, a los que se les recorta subvención o directamente se intenta su supresión. Es la glorificación de los servicios públicos y la condena de los privados. Es una polémica injusta e interesada. Es la ideología por encima de la realidad.
Vaya por delante que la educación como la sanidad, para que produzca los efectos de igualdad de oportunidades entre todos los ciudadanos, debe estar garantizada por el sector público. En nuestra cultura, son consideradas un derecho fundamental. Si no existieran se perjudicaría a muchos sectores de la sociedad principalmente a aquellos más desfavorecidos. La sociedad, tal y como la concebimos, requiere una sanidad y una enseñanza públicas fuertes, robustas y universales. Pero no excluyentes. La sanidad privada (o la docencia) no entra en conflicto con la premisa de equidad. La sinergia de ambas da el nivel educativo y de salud de la sociedad. Sin embargo, la sanidad privada juega con desventaja respecto de la pública.
Lo público y lo privado no están sometidos a las mismas reglas de juego. Para empezar, los empleados públicos mantienen su puesto de trabajo independientemente de su rendimiento, su puesto no depende de su compromiso. En una empresa privada, el grado de compromiso y calidad del trabajo desempeñado van a determinar la continuidad de un puesto. Para seguir, el sistema público no tiene amenaza de quiebra, su financiación está asegurada. El endeudamiento público, a veces más allá de lo razonable, está aceptado por los políticos que nos gobiernan. No se penalizan unos malos resultados, no se restructura, la empresa sigue funcionando. A pesar de las debilidades que muestra la sanidad pública (listas de espera, problemas de gestión y de personal, ausencia de evaluación, etc.), agravadas en los últimos tiempos, no se acometen reformas de calado y, así, parte de la ciudadanía opta por cambiar a la privada. Al final, el paciente (cliente) elige.
La clínica privada necesita recurrir al endeudamiento pero dentro de unos límites más estrechos; debe rendir cuentas y deben estar saneadas. Sin una cuenta de resultados favorable, su continuidad se ve amenazada. Pero es precisamente la empresa pública la que debería ser la más eficiente, por ser pública, porque la financiamos todos, pero no rinde cuentas y es reacia a cualquier cambio.
Para ellos no existe la incertidumbre (más allá de las crisis sanitarias que puedan acontecer como la reciente del coronavirus). Para los privados la incertidumbre está siempre presente y empieza por algo tan simple como saber si sonará el teléfono mañana; cómo financiará la compra del nuevo equipamiento; cómo abordará las subidas salariales y sus cotizaciones, y un largo etcétera. Porque su clientela no está asegurada y sus ingresos tampoco. Los detractores de lo privado recurren interesadamente a esta diferenciación entre cliente y paciente, poniendo el acento negativo en que la privada no los trata como pacientes sino como clientes. Pero fuera de interpretaciones interesadas, los dos conceptos aplican a ambos. Porque una persona con un problema de salud es, ante todo, un paciente, pero no deja de ser “cliente” de la empresa, ya sea ésta pública o privada. Es su razón de ser.
El empleado público (léase el dentista público) no asume riesgos empresariales. Tampoco asume inversiones, el sistema se encarga de todo; su grado de incertidumbre en este sentido es inexistente. Su empleo y su salario están asegurados, no se debe preocupar por la financiación del servicio, no así en la privada. La empresa pública hace una competencia desleal en este sentido. Hasta tal punto que convertirse en funcionario es hoy una aspiración compartida por muchos jóvenes y no tan jóvenes: empleo seguro; buen sueldo; no se exige un gran compromiso; tardes libres… y una importante presión sindical para obtener mejoras y frenar cambios.
Como médicos -médicos de la boca- no podemos aceptar este debate interesado que solo sirve a posicionamientos ideológicos que por hacer que prevalezcan, se sitúan por encima de la realidad. Públicos y privados servimos a un mismo fin: la salud de nuestros conciudadanos. Cuando la ideología se impone al análisis serio, pausado y riguroso, se pierde la noción de las cosas, se genera enfrentamiento y crispación y esto no nos lleva a buen puerto.